sábado, 31 de agosto de 2013

SIRIA Y LA LEY DE ANTÍGONA

                              

El filósofo André Glucksman, quien fuera militante maoísta en los tiempos del Mayo francés del 68, después de abandonar las ideologías totalitarias con las que simpatizaba, hace pocos años citaba al novelista judío austríaco, Joseph Roth, quien en 1937, criticando el principio de soberanía ante los desmanes de la Alemania nazi, decía: “No se me puede seguir prohibiendo la entrada a la casa de mi vecino si éste está matando a sus hijos con un hacha (…) Cuando un régimen somete a su población al suplicio, las sociedades felices tienen el derecho a intervenir”.
Esta justificación moral para la injerencia en un país en el que su gobierno está  perpetrando horrendas masacres, prácticas genocidas y todo tipo de desmanes contra su propia población, se ha topado con los defensores a ultranza del principio de no intervención, muy caro al derecho internacional tradicional.
Así como en su momento la limpieza étnica que el régimen del serbio Milosevic llevó a cabo contra los kosovares, encontró quienes enarbolaran el sacrosanto principio de la soberanía externa, como coartada para impedir cualquier acción correctiva de la comunidad internacional, hoy vemos también a algunos blandir el mismo expediente para obstaculizar una iniciativa colectiva en el marco de las Naciones Unidas, frente a la matanza de alrededor 100 mil sirios que ha provocado la mafia de Bashar Al Assad por casi 2 años, y la cual ha alcanzado su máxima expresión en la utilización reciente de armas químicas (1.429 muertos, 426 niños entre ellos).
Obviamente, el principio soberanista esgrimido en el caso sirio, constituye sólo una fachada detrás de la cual se esconden los verdaderos intereses geopolíticos y  económicos de actores internacionales que están detrás de la dictadura corrupta siria. El realismo pérfido, como siempre, en acción.
Rusia y China, negados a un acuerdo en el seno del Consejo de Seguridad que busque frenar la matanza, están simplemente defendiendo posiciones frente a los que son sus adversarios en el ámbito internacional. La carnicería al interior de Siria, no los conmueve, miran hacia otro lado, no consideran importante tomar medidas al respecto.
En una de las tragedias de Sófocles, Antígona, se plantea el conflicto entre la ley del Estado y la ley natural. Antígona optó por esta última al enterrar a su hermano según los ritos religiosos, a pesar de que el rey Creonte lo había prohibido.  Antígona, llevada ante aquel, alega que las leyes de los hombres no pueden imponerse a la ley divina. Ella será condenada a muerte por defender un principio.
El principio de la no intervención soberanista que impide un acción de militar de protección frente a los desafueros que cometen los gobernantes es la "ley del Estado", la sagrada norma de derecho internacional, y el principio moral que obliga a intervenir en los casos de delitos masivos de lesa humanidad es la ”ley divina” no escrita por la que muere Antígona.
Lo que nos muestran hoy los medios, a través de diversos reportajes, sobre los horrores de la guerra civil siria, no nos puede dejar indiferentes.
¿Está justificado moralmente no hacer nada para parar tanto espanto?
En el caso que nos ocupa no sólo se trata de una violación reciente a normas sobre el uso de armas químicas. Son transgresiones a principios morales universales y normas internacionales que han tenido lugar por muchos meses, ante la mirada fría de quienes tienen el poder para poner coto a estos desafueros.
No se nos escapa lo complejo de la situación de lo que pudiera suceder no sólo en Siria sino en su entorno inmediato y las repercusiones en el planeta. 
La reacción variopinta ante estos hechos bochornosos es una mezcla preocupante. Hay víctimas de la intimidación al lado de los simples cobardes. Están los que defienden intereses crematísticos y los que hacen cálculos políticos. 
Pero están también los que sienten el deber moral de tomar decisiones más allá de los frías apreciaciones cuantitativas, las amenazas y los riesgos.     
De allí que cualquier intervención tiene que ser bien sopesada.  
Compartimos la idea de que hay que parar, como medida prioritaria, la matanza. Dolorosamente, eso costará más vidas, pero pareciera no haber otro camino. Ojalá ese sufrimiento dure muy poco. Es necesario proteger a los que aun quedan con vida de las acciones asesinas del gobierno de Assad.
A partir de allí habrá que inducir un proceso de negociaciones, sobre el cual no estamos seguro adónde conducirá. Sólo esperamos que sea para bien de ese sufrido país y del mundo.

EMILIO NOUEL V.


jueves, 29 de agosto de 2013

Responsibility to Protect -- Or to Punish


Morality and the Intervention in Syria
 
Charli Carpenter
                    
There are two distinct conversations going on about the legitimacy of the West’s expected military campaign against Syrian president Bashar al-Assad. The first has to do with whether military action is an appropriate response to the wanton violation of a near-universally held norm -- in this case, the taboo against the use of chemical weapons, which the Assad regime allegedly violated last week. The second centers on whether military action is an appropriate means for protecting civilian populations from atrocities (of whatever kind) committed by their governments. These conversations, although often conflated, have very little to do with one another, since each policy goal suggests a very different form of intervention.
Despite diplomatic rhetoric, the goal of upholding the chemical weapons taboo is not the same thing as the goal of protecting civilians. It has more to do with protecting a set of shared international understandings about the proper conduct of warfare. If the goal were really to protect civilians, the West would have intervened long ago: bombs and guns have killed far more civilians, at least as horribly, as last week’s gas attack.
The Obama administration has already confirmed that its primary concern is with protecting the norm and punishing its violators. Given that goal, the appropriate course of action would be to, first, independently verify who violated it. The United States claims that it has “no doubt” that Syria was behind last week’s chemical attack, but that remains an open question until the UN inspectors have completed their investigation. Second, the United States would have to consider a range of policy options for affirming, condemning, and lawfully punishing the perpetrator before resorting to force, particularly unlawful force. As Article36.org, a nongovernmental organization notes, these might include condemnation, an arms embargo, sanctions, or any of the other bilateral and multilateral measures that are typically used to respond to violations of weapons norms (and which might be at least as effective than air strikes, if not more so). Third, should the United States decide on military action, with or without a UN Security Council resolution, it would need to adhere to international norms regulating the use of specific weapons in combat.
It is thus worrying that the proposed military strikes against Syria rely on Tomahawk missiles, which are capable of carrying cluster munitions and which have been decried on humanitarian grounds by numerous governments and civil society groups. Equally alarming is that the planned strikes would likely involve the use of explosives in populated areas, which is i
n violation of emerging international concerns about such behavior. Although there is historical precedent for the legitimacy of violating the UN Charter in order to enforce global humanitarian norms, it would be seen as hypocritical to violate those very norms in the service of their affirmation.
Such strikes should not be confused with military action to protect civilians. Indeed, even a by-the-book strike meant to punish Syria for the use of WMD, although perhaps ethically justifiable as a way to affirm and promote politically important global norms, would look very different from a robust military intervention to protect Syrian civilians. In that case, R2P doctrine should come into play. Although the doctrine does sanction the otherwise unlawful use of force in certain grave circumstances -- a threshold arguably met in Syria quite some time ago -- it also treats military force as a last resort. And it requires states to consider both just cause in terms of civilians lost, not the type of weapon that killed them, and right authority. That means opting for multilateralism at minimum, which suggests that the United Kingdom’s new statement in favor of unilateral intervention would not be consistent with R2P. Right intention also matters: the goal would have to be actually protecting civilians as far as possible within the bounds of international law, rather than maintaining credibility or protecting brute national interests.

Most importantly, R2P requires policymakers and military planners to weigh just cause against the question of whether there is a reasonable prospect of success at reducing civilian bloodshed, given the available resources and constraints, and to select the best type of intervention to meet the goals, which generally means a much longer commitment of blood and treasure than punitive air strikes. (During the intervention in Kosovo, to which the expected Syria intervention has been compared, Western powers sought not just to cripple Milosevic from the air, but also to end combat, negotiate a settlement, and insert ground troops under the mandate of a robust multi-national peacekeeping operation.) In certain scenarios, military strikes simply wouldn’t pass these various tests. In cases in which forceful action would risk more civilian lives than it could save, continued diplomacy and non-coercive measures are more consistent with R2P.
It is a matter of argument whether that is the case here. Smart people have made the case for and against military intervention in Syria on humanitarian grounds. But the question of whether intervention -- at this time, in this way, for this reason -- will protect civilians in Syria is a very different question than whether punishment for violating the chemical weapons taboo is warranted. Since each policy goal suggests a different type of intervention, Western powers shouldn’t try to have it both ways.

martes, 27 de agosto de 2013

ESTADÍSTICAS Y CARADURISMO

                                   

El caradurismo de algunos gobernantes no cesa de asombrar a los ciudadanos de a pie de todas las latitudes, particularmente en nuestro patio latinoamericano. Ya no se trata sólo de las consabidas mentiras, usuales, por lo demás, en todo político que se precie de tal.
Lo que estamos viendo supera con creces lo conocido.
En la Venezuela del chavismo-madurismo, por ejemplo, se ha llegado, además, a extremos risibles. Ya nadie se come los cuentos, incluso los más estrambóticos. Sin embargo, los “cerebros” del G2 bolivariano siguen con sus montajes chambones sobre magnicidios fantasiosos. Nadie se inmuta ante ellos, y el ridículo que hacen, es la materia prima ideal para un sin número de chistes. Los guasones están gozando un puyero. 
Ciertamente, los despliegues de “creatividad” discursiva y argumental a que han llegado algunos no tienen parangón, sobre todo en el manejo de las estadísticas macroeconómicas. En Latinoamérica somos campeones en la materia. La desvergüenza alcanza cotas insospechadas. No tienen un mínimo pudor a la hora de hacer apreciaciones retorcidas sobre hechos que están a la vista de todos; como si la inclemente realidad no golpeará con toda su contundencia a quien la observa o padece.
Ahí están las cifras maquilladas sobre la economía, que dan algunos gobiernos, entre los cuales, el nuestro, cuyos números hasta los organismos internacionales se los han tragado. Recientemente el presidente del BCV nos hablaba de un crecimiento de la economía venezolana en este año, que los entendidos no saben cómo fue que lo midieron porque no se corresponde con los hechos.
No hay duda que los apetitos desmedidos por mantenerse en el poder a toda costa llevan a estos gobiernos a echar mano de todo tipo de mentiras. El célebre demagogo de la Grecia antigua, Cleón de Atenas, queda como un niño de pecho al lado de estos especímenes del populismo salvaje del siglo XXI.
Lo lastimoso es que aún haya mucha gente desprevenida que sigue cayendo en sus argumentaciones engañosas y creyendo en sus falsedades.
En estos días leímos unas declaraciones insólitas de la señora Kirchner, por cierto, recientemente vapuleada en unas elecciones primarias, que lucen como el preludio del fin de la era que se inició con su difunto marido.  
CFK, que es así como resumen su nombre y apellidos en los medios, afirmó en un evento con las fuerzas vivas de Argentina: “Estamos mejor que Canadá y Australia” y de seguidas pregunta con desfachatez asombrosa: "¿Por qué nadie pone en discusión la solvencia fiscal de esos países?".  
Y el colmo de los colmos, su Ministra de Economía, para no quedarse atrás, agregó que su país está mejor que EEUU y Europa.   
De arrancada, uno se ve compelido a releer la noticia, no vaya a ser que los ojos nos hayan jugado una mala pasada, no en vano los años han transcurrido. Pero no. La noticia es cierta. CFK, en efecto, dijo lo que dijo. En apoyo a su aserto, menciona unas cifras macroeconómicas, que analizadas a fondo, no tienen la entidad para soportar el exabrupto declarado.   
Sin entrarle a la comparación de cifras estadísticas presentadas por CFK, basta observar la situación real de los países mencionados para constatar el gran disparate proferido. 
¡Cómo se parecen los gobiernos argentino y venezolano en el uso de las mentiras y de las estadísticas!
Estos casos me hacen recordar al viejo Churchill. Razón mucha tenía cuando se refería a las estadísticas, frente a las cuales era muy escéptico. Llegó a decir que ellas sirven como el poste de luz a un borracho, más de apoyo que de iluminación, y remataba que sólo creía en aquellas que él podía adulterar.
Definitivamente, en las estadísticas de gobiernos caraduras no se puede creer.


EMILIO NOUEL V.

@ENouelV
emilio.nouel@gmail.com


lunes, 26 de agosto de 2013

LEGISLAR MEJOR EN LA UE

        FRANCISCO FONSECA M.
EL PAÍS
Con las elecciones europeas de mayo de 2014 ya a la vuelta de la esquina, como quien dice, quisiera hacer una reflexión acerca de un tema tan importante y de tanta actualidad como es la legislación en la Unión Europea (UE). Se habla con frecuencia de que la UE es una máquina de producir legislación excesiva y que esta carga burocrática lastra a las economías europeas y a sus ciudadanos. Lamento disentir en cuanto a esta visión: aun admitiendo que hay importantes mejoras que hacer, la realidad es que la UE no sufre de hiperregulación, como explicaré a continuación.
En primer lugar, la Comisión Europea (CE), como iniciadora exclusiva de la legislación de la UE, solo legisla dentro del estricto ámbito de las competencias que le son atribuidas por los Tratados —artículo 5 del Tratado de la Unión Europea (TUE)— y las competencias que no están atribuidas a la UE competen a los Estados —artículo 4 del TUE—.
En segundo lugar, existe un estricto control de la subsidiariedad, concepto que obliga a la UE a actuar solamente dentro del límite de sus competencias y solo cuando su actuación sea más eficaz que la que se pudiera ejecutar a nivel nacional. Además, se ejerce un férreo control estatal sobre las propuestas de legislación europea a través de los Parlamentos nacionales, que tienen un plazo de ocho semanas desde que la CE presenta una iniciativa y antes de que se inicie el proceso de codecisión, para efectuar un dictamen positivo o negativo sobre el respeto por parte de la CE del principio de subsidiariedad en la propuesta concreta (protocolo número 2 anexo al TUE).
En tercer lugar, antes de la presentación de cualquier propuesta, la CE lleva a cabo un extenso proceso de consultas (Green Paper, White Paper y similares) con todas las partes implicadas y, adicionalmente, está obligada a adjuntar a la propuesta una detallada evaluación de impacto (Impact Assessment).
El desarrollo mediante legislación delegada significa que el legislador (Parlamento Europeo y Consejo de Ministros) puede en todo momento revocar la delegación si considera que la CE ha excedido el alcance para el que se le concedió dicha delegación. En cuanto al proceso de adopción en “comitología”, se sigue una negociación transparente y equilibrada entre la CE y las Administraciones nacionales para asegurar la correcta conclusión de los actos de ejecución. El Parlamento y el Consejo vigilan el proceso y pueden paralizar la adopción por la CE de las medidas de ejecución.En cuanto a la cantidad misma de legislación europea producida cada año, en este mismo periódico el señor José Carlos Cano hablaba de 3.076 normas jurídicas europeas aprobadas anualmente, cantidad que sin duda parece llamativa. Sin embargo, es necesario saber que la CE está, en gran número de materias (protección de datos, medio ambiente, agricultura, etcétera), obligada a adaptar el acervo legislativo de la UE a los avances científicos y técnicos, que se suceden a gran velocidad hoy en día. Para que nuestra legislación ordinaria no se vea desfasada por los cambios tecnológicos y no sea necesario aprobar una nueva norma de alcance general para cada pequeña modificación (proceso largo y complejo), existe un método para poner al día regularmente la legislación, ya sea mediante la legislación delegada —artículo 290 del Tratado de Funcionamiento de la UE (TFUE)— o el llamado proceso de “comitología” —artículo 291 del TFUE—.Por tanto, el número de 3.076 normas jurídicas al año que menciona el señor Cano debe de ser matizado, ya que ahí se incluyen las múltiples adaptaciones reglamentarias de la legislación primaria. En realidad, sin contar con simples comunicaciones sin efecto legislativo, acuerdos internacionales o decisiones individuales (por ejemplo, en materia de competencia), la producción de la legislación de alcance general (decisiones, reglamentos, directivas) está más bien en torno a 150-200 al año (168 en 2012). Tampoco parece tanto si pensamos que se trata de legislación para un área de más de 500 millones de personas.
Por otro lado, es recurrente la crítica que declara que toda esta masiva producción legislativa es producto de una tecnocracia burocrática, aislada en su torre de marfil bruselense y alejada de la sociedad y de los ciudadanos. Nada más lejos de la realidad: la CE presenta anualmente su programa de trabajo al Parlamento Europeo y al Consejo de Ministros de la UE en función de un programa legislativo refrendado previamente en la investidura inicial al principio del mandato de la CE (cinco años).
Dicho esto, es obvio que todo no es perfecto y que algunas de las preocupaciones de la ciudadanía en este contexto son legítimas. Somos conscientes de que hay mejoras que hacer y estamos en ello. La CE ha adoptado en los últimos años un concepto esencial, la idea de better regulation (es decir, legislar mejor). En particular se están centrando los esfuerzos en reducir la carga regulatoria sobre las pymes en Europa, para que puedan operar en la UE sin trabas ni obstáculos. También se está realizando un gran esfuerzo de simplificación de la legislación, redactando las nuevas leyes de forma más transparente y clara, y refundiendo múltiples directivas anteriores en directivas nuevas unificadas, para evitar la dispersión y confusión legislativa.Este programa legislativo ve la luz tras un largo proceso de consulta y es aprobado mediante un proceso democrático de acuerdo con el Parlamento Europeo y el Consejo de Ministros de la UE, con lo cual todos los intereses en juego (ciudadanos, Gobiernos, actores sociales) están debidamente representados.
Espero que con todo lo anterior haya podido clarificar alguna de las cuestiones evocadas. La maquinaria legislativa europea no es sin duda perfecta, pero los que trabajamos en ella nos esforzamos día a día para que incremente su eficacia y eficiencia, ante el objetivo último, que no es sino contribuir a una Europa fuerte y con futuro. Ahora bien, lo que no se puede es acusar a la UE los días impares de no responder a los problemas de los ciudadanos europeos y los días pares acusarla de hiperregulación.
Francisco Fonseca Morillo es director de la Representación en España de la Comisión Europea.

domingo, 25 de agosto de 2013

Four Fallacies about the Singapore Welfare State

Ng Kok Hoe

    If ever one needed proof that habits of thought are hard to break, we need only look at the way social welfare is treated in Singapore. There is probably no other policy domain which impacts on our lives more directly and yet is less contested.
    The whole question of the well-being of vulnerable members in our society is framed by a core of ideas that over time have become so ossified that we no longer check and challenge ourselves, and because of that, foreclose any chance for change. In times when everything else is changing – from interpersonal communication and family structures to patterns of international migration and global financial systems – static policy thinking is risky.
    At risk of simplification, this static thinking about our social welfare can be roughly summed up in a few statements: Singapore is not a welfare state and should never be, because the Western welfare state is doomed to fail and social welfare is fundamentally un-Asian. As a small country with no natural resources, we have no choice but to define our own style of social welfare, which by and large has worked over the years. So why fix it if it ain’t broke?
    Underlying these statements are four powerful ideas about social welfare and Singapore society. In the spirit of critical reflection, let us now examine the truth in each of them.
1. “Singapore is not a welfare state.”
    There are two ways to read this. If a welfare state is loosely defined as a state that takes steps to redress the inequitable distribution of resources by the free market, then Singapore is surely a welfare state. Our progressive income tax system, highly selective social services, and various means-tested subsidies are clearly redistributive. In fact, our social spending has been rising in recent years, which suggests we are a growing welfare state. Going by this definition, very few countries in the world can claim not to be welfare states. It is only in the extent of welfare provision that nations vary.
     A stricter definition of a welfare state is a social welfare system in the tradition of the Western European societies, where the term welfare state originated. By this standard, Singapore does not fit into the mould. But this notion of a Western Welfare State is more Asian caricature than empirical reality. An influential book by Gosta Esping-Anderson back in 1990, called "The Three Worlds of Welfare Capitalism", brought attention to fundamental differences among the welfare states of the advanced economies. It later inspired scholars in the region to define an East Asian welfare regime, of which Singapore was a case. Today it is common academic wisdom that welfare states are characterised by diversity of means. So we end up in the same place as with the looser definition: Singapore is a welfare state, even if the extent and manner of our welfare provision is distinctive.

2. “The Western welfare model is bound to fail.”

     Singapore usually takes issue with social risk pooling in the mature European welfare states, of which unemployment benefits, nationalised health care, and pay-as-you-go public pensions are prime examples. These three programmes often draw fire from the three main contentions against the welfare state.

    The first is a value argument. It is believed that schemes such as unemployment benefits corrode the work ethic and create a culture of dependency. While this argument might have intuitive appeal, it is helpful to remember that in Northern Europe where social spending is the highest, both labour participation and productivity in terms of GDP per capita are ahead of Singapore according to World Bank data. Helping professionals like social workers would also understand that the value of work to the individual is not merely monetary. Work contributes to personal identity, provides fulfillment, and gives access to social networks. For these reasons, even the most generous unemployment benefits have never attracted masses of workers off the payroll onto the dole.
    Another argument for the deficiency of Western welfare is that schemes like nationalised health care are believed to be prone to abuse. We in Singapore like to think that if people are left to their own devices, demand for health care will be infinite and costs will escalate uncontrollably. While it is easy to see how co-payment like in our health care system encourages prudence especially for elective medical procedures, it is not apparent that people have a naturally insatiable appetite for health care services. How much health care, really, can one consume? The abuse or free-riding argument has also been applied to our public assistance scheme, hence the strict criteria and low rates. But there has never been published evidence in Singapore of the free-riding phenomenon. There is however anecdotal evidence among social workers that social stigma and problems of access sometimes prevent those who need help from reaching out. Considering the size of the unemployed population in Singapore – a crude proxy of potential welfare dependents – is about 65,000 while the number of public assistance recipients is only about 3000, we must be a long way from that slippery slope. In any case, abuse is a problem of implementation, which should not detract from the intent and worthiness of the policy. We do not shut down the 999 hotline for fear of prank calls.
    The last and possibly most damaging case against Western-style social welfare is that it is financially unsustainable and will eventually bankrupt the state. At a seminar on Singapore’s Central Provident Fund (CPF) last year, a senior politician likened European pay-as-you-go pensions to political Ponzi schemes that were never going to pay up on their promises. This view is misinformed. It is true that pensions constitute the heaviest fiscal burden among all sources of social spending in Europe and have come under pressure from population ageing and economic stagnation. But this area is complex and dynamic. Research done at the London School of Economics has found that reforms in recent years have addressed policy constraints to different extents across Europe and in some cases have put pension systems back on a more sustainable path. The reference to Ponzi schemes is also disingenuous because it fails to recognise how these pensions have helped many generations of older persons in Europe avoid poverty and retire with a sense of financial independence and personal dignity. Sociological studies have shown that these pensions often enable older adults to contribute to their adult children as they look to establish their own families and careers. In contrast, the majority of elderly Singaporeans are compelled to rely on their adult children for financial security, even though retirees are likely to have fewer children in future.  Can we say that either system is more sustainable?
    The weakest argument against the fiscal sustainability of Western welfare is probably that it led to the current economic crisis. It did not. The current economic crisis gripping Europe may be due to many things, such as negligent regulation of banking practices or even inherent flaws in modern capitalism, but it was not due to the welfare state. The misperception may have arisen from the sweeping cuts to welfare spending that countries have made. But in this case, the site of treatment does not indicate the source of ailment.

3. “Social welfare is un-Asian.”
    In the early 1990s, as the world marveled at the rapid economic development of the newly industrialised countries in this region, also branded as the East Asian miracle, a peculiar blend of political rhetoric and cultural theorising shaped the thinking that Confucianist societies such as ours have a natural aversion to state-driven social welfare and prefer instead to rely on the family and the community. Today, this idea no longer holds sway in the wider academic community and is mostly regarded as political opportunism and cultural posturing.
    The reason the cultural argument faded away is that even in East Asia, a variety of welfare states have evolved in the past decade or so. Taiwan and Korea have not taken the CPF’s lead. Instead they have introduced pay-as-you-go pensions, European style. We do not talk about it, but even Hong Kong – which is comparable both in economic positioning and cultural make-up and is often regarded as our closest rival city – has implemented universal pensions for residents aged 70 and above with no means testing. Every elderly Hong Kong resident receives the equivalent of S$160 per month. It is not much, but we can only imagine what difference that might make to poor elderly Singaporeans.
    One school of thought advanced by American scholars Stephen Haggard and Robert Kaufman is that social welfare develops in line with economic development and democratisation. The rapid opening up of political competition in Taiwan and Korea has led to significant growth of social welfare, whereas the unique political situations in Singapore and Hong Kong explain their relative stasis despite abundant fiscal resources. In other words, there is nothing intrinsically un-Asian about social welfare.

4. “In spite of what critics might say, our social welfare system has worked.”
    We sometimes take this even further and suggest that our system should be a model for others. For example, we like to point out that we spend less in health care than most developed countries but achieve better outcomes. This is true and reflects the cost-efficiency of most of our social welfare programmes. But global indicators do not tell the full story about the real cost of our social welfare system.
    One way to interrogate the impact of our approach to social welfare is to ask about the spread of outcomes across different segments of society – something which should be second-nature to social workers, with our intuitive attention to individuals, families, and qualitative experiences. For instance, as a population, Singaporeans may be living longer lives. But what are the health outcomes for low-income families compared to richer ones? Does income gap also imply a gap in quality of life? A thought-provoking report by Tan Hui Yee in the Straits Times recently pointed to low social mobility in Singapore, meaning that children of families with poorer economic status are themselves less likely to do well later in life. The European welfare states achieve much better social mobility due to the leveling effect of universal social welfare programmes. If we are concerned about work ethic and competitiveness, then we should be concerned about social mobility. Because nothing dampens aspiration and industry more than the knowledge that you live in a society where you have limited prospect of overturning those disadvantages into which you are born.
    Even when we pull the analytical lens back to examine outcomes across the board and for larger social issues, there are serious implications about our social welfare model which we sometimes overlook. If only we could free up our policy imagination, we might find answers to some of our most pressing problems. One is our low fertility rate, which is one of the lowest in the world and has seemed impervious to policy intervention. Again, we do not talk about it, but Northern Europe might offer some clues. According to data from the United Nations World Population Prospects, the total fertility rate of Sweden, Norway, and Denmark averaged 1.9 during 2005-2010. It was 1.3 in Singapore. Their female labour participation rates are also noticeably higher than Singapore’s. Population policy is as complex as individual decisions about child birth. But it is easy to trace a connection between the healthy fertility rates in the Scandinavian countries and the prominent features of their welfare states: accessible state-run childcare services, institutionalised child benefits, and widely-practiced flexible work arrangements for parents. It then becomes obvious why the Baby Bonus has not made a difference for us. Social welfare policy is not only about helping the poorest, it also shapes social norms and individual decisions across all strata of society.
    In the end, the form that every welfare state takes is a choice that society must make. No policy is a matter of course, every policy is a choice. This choice must be made with thorough consideration of the full range of viable alternatives, and the benefits and trade-offs implied by each option. It is more about picking and calibrating our position along a spectrum of possibilities, rather than choosing between all and nothing.
    The process requires a society of open and engaged minds from the top to the ground that resist old habits of thought, are not afraid to learn, and always demand evidence. There is an obligation of public accountability to present all the options and explain the rationale before making a call. We also have individual responsibilities of citizenship to scrutinise official lines of thinking, ask important questions, and learn to engage constructively in policy debate. There is merit in public engagement itself. But engagement and debate are especially critical to the development of sustainable and stable social welfare systems. Because unlike other more removed and technical domains of policy-making, social welfare is a society’s collective decision about its commitment to solidarity and mutual responsibility. In no other realm of public policy do decisions so powerfully shape the tone and fibre of society.
    Peter Townsend, a renowned British professor of social policy who sadly died in 2009, once remarked that “It may be worth reflecting, if indeed a little sadly, that possibly the ultimate test of the quality of a free, democratic and prosperous society is to be found in the standards of freedom, democracy and prosperity enjoyed by its weakest members.” He might have been talking about us.

Kok hoe 3Mr Ng Kok Hoe is a doctoral candidate in the social policy programme at the London School of Economics and Political Science and holds a MSc in Public Policy and Administration (LSE) and a B.Soc.Sci in Social Work, National University of Singapore. He has worked at the Ministry of Community Development, Youth and Sports (MCYS) in policy and service planning positions related to juvenile rehabilitation and problem gambling. He also has direct practice experience with juvenile probationers and as a counsellor. He has taught social policy and social work research courses in the Monash university - Social Service Training Institute Bachelor of Social Work programme, and was involved in the development of accreditation for social workers as a previous Chair of Membership in the Singapore Association of Social Workers. 

LA CULTURA ESTRATÉGICA DE CHINA


            XULIO RÍOS

Podemos, quizá, aceptar que China, como muchos vaticinan, se convierta a corto plazo en la primera potencia económica del planeta. Aunque la gloria no está del todo cantada, tanto en función de las dificultades de su proceso de reforma como de las reacciones de los países desarrollados de Occidente a través, entre otros, del fomento de acuerdos de libre comercio de gran amplitud, dicha realidad pudiera llegar a confirmarse en pocos años.
Otra cosa es, sin embargo, que China disponga de los atributos indispensables para afirmarse como una potencia global integral. Y no se trataría tanto de sus insuficiencias en materia tecnológica o militar, que trata de corregir a marchas forzadas habilitando políticas y presupuestos millonarios, ni del agravamiento de las contradicciones sociales o políticas, que le exigirán por largo tiempo una exhaustiva atención a los asuntos internos, sino de algo más sutil y de mayor alcance, esto es, la carencia de un pensamiento, de una ideología que pudiéramos calificar de universal.
A día de hoy, su influencia cultural es limitada y viable solo y de manera limitada en su entorno más inmediato. Entendida como reto ideológico a Occidente, plantea numerosas reservas. Si su modelo económico, aún singular en muchos aspectos, sugiere la imposibilidad de su traslación automática a otras latitudes, en el orden del pensamiento, también sus especificidades culturales y nuestro distanciamiento respecto a sus claves, dificultan su universalización o siquiera el mínimo mestizaje.
Dicho esto, cabría señalar igualmente que Oriente nos es indispensable y que la primacía excluyente del pensamiento occidental es una muestra de provincialismo de nuestra cultura, ajena a cualquier empeño auténticamente cosmopolita. Se ha avanzado mucho en las últimas décadas en la interacción económica con Asia, pero poco en la comprensión de su universo espiritual.
El reconocimiento de ese foso inmenso inspira una dinámica política cultural exterior por parte de China que ha ganado intensidad en los últimos años. Su objetivo a medio plazo, como en otros campos, es incrementar su presencia e influencia política más allá de la Gran Muralla, pero ahora mismo se conformaría con ser más entendida y aceptada, enarbolando la bandera del respeto a la diversidad.
A la inevitable curiosidad, debe sumarse la idoneidad de la cultura para llegar a comprender la lógica y el proceder de las autoridades chinas, muy deudoras de sus raíces más profundas, donde radican las principales fuentes de su previsibilidad.
El arte de la guerra de Sun Zi tiene más de 2.000 años de antigüedad, pero sigue abordándose como una obra plenamente actual. Lo es por la acertada contundencia de muchos de sus aforismos, pero, sobre todo, porque es parte sobresaliente de ese legado de la milenaria civilización china que ejerce una poderosa influencia en la conducta política y en la mentalidad de los dirigentes actuales. Estos conceden al conocimiento de la historia un papel central en su formación, gobernando con una mano en el presente y otra en el pasado.Dos textos nos serían hoy de mucho provecho en esta labor tan indagatoria como interactiva. El más conocido esEl arte de la guerra, de Sun Zi; quizá menos, Las 36 estratagemas, un clásico de la estrategia taoísta.
La esencia del pensamiento de Sun Zi consiste en la apuesta por métodos no violentos para alcanzar la victoria en un conflicto. El arte de la guerra se fundamenta en el engaño, dejó escrito, y siempre es preferible ganar sin luchar. Gran parte de la cultura estratégica de China suscribe la idea de que no es la fuerza material la clave del poder —lo cual no quiere decir que sea irrelevante—, sino la moral y la inteligencia. Es la atracción cultural la fuerza más eficaz para doblegar cualquier hostilidad. Por eso la construcción de una civilización espiritualmente superior a todas las demás es el principio de cualquier posición invencible y el fomento de su poder seductor la mejor garantía para una convivencia pacífica. La similitud con el poder blando es notoria. Tal era, en parte, la lógica que inspiró los reinos tributarios de China durante varios siglos.
Si El arte de la guerra es una obra de todos los tiempos, objeto de estudio en las academias militares de todo el mundo, en universidades y escuelas de negocios, desde el punto de vista de las relaciones internacionales reviste el máximo interés en un momento de transición como el actual.
La propia escuela del PCCh y de su ejército es muy deudora de esta obra de Sun Zi. Mao reconocía abiertamente su influencia en las estrategias que le permitieron vencer a un rival infinitamente más poderoso como el Kuomintang. Otro tanto podemos adivinar cuando Deng Xiaoping enfatizaba su principal contribución a la política exterior de la China posmaoísta: no hay que apresurarse, hay que esperar el momento. Esa paciencia, cultivada con las alianzas (llámense OCS, BRICS u otras) es lo que permite ganar en el último momento. Observar la política exterior de China y contrastarla con El arte de la guerra de Sun Zi ilumina sus contornos y ayuda a entender mejor la razón y sentido último de muchos comportamientos.Son muchos quienes en China comparan la fluidez del tiempo presente con la época de los Reinos Combatientes (siglos V a III antes de Cristo) cuando este libro tuvo mucho predicamento. Fue una etapa en la que diversos feudos pugnaban por hacerse con el poder central, inmediatamente posterior a Sun Zi (Periodo de la Primavera y Otoño) y previa a la fundación de China. Aquella era una China internamente multipolar y el juego de relaciones y conflictos entre los actores emergentes, que no estaban en condiciones aún de superar el poder hegemónico, sugiere hoy el estudio de sus acciones para intuir y orientar los vectores de conformación del orden de la posguerra fría. Los estrategas chinos llevan años estudiando a conciencia aquel periodo histórico tratando de deducir las claves aplicables al tiempo presente.
Por su parte, Las 36 estratagemas constituye una reflexión sobre el arte de la victoria, reuniendo las leyes para el éxito en la contienda con el adversario. La más celebrada en China es la que invita a la fuga en condiciones adversas. Nada que ver con nuestro deshonor. Mao, con su Larga Marcha, la evidenció como un modo de avanzar.
La importancia atribuida a este texto era tal que siempre ha estado rodeado de mucho secreto y solo circulaba en núcleos reducidos de estrategas militares. Hasta 1979 ha permanecido oculto al gran público. El pragmatismo y la flexibilidad sobresalen como sus principales principios inspiradores.
Ambas obras son de gran aplicación en todos los contextos competitivos y en ellas encontraremos algunos trazos básicos del pensamiento chino, moldeadores de su filosofía y aplicables tanto en la política interna como en la diplomacia, la comunicación, la gestión en sentido amplio, los negocios o en la vida social. No solo en el orden militar. Toda una despensa de instrumentos con vocación práctica.
Ambas tienen en común la fabulación de estratagemas para vencer por medio del engaño y las argucias psicológicas en un contexto de hostilidad. El más sabio es aquel que no combate o que si se ve obligado a hacerlo, se comporta como el agua, obteniendo la victoria sin luchar. Si uno analiza la política continental hacia Taiwán puede comprender cabalmente el sentido de esta estrategia. La agresividad no es sinónimo de vigor; el poder en Oriente se asocia más con la fragilidad y la capacidad de adaptación.
Para la mentalidad occidental no resulta fácil la comprensión profunda de los contenidos de estas obras. La complejidad de las ideas que incorporan y la necesidad de trascender el sentido literal de cada una de las expresiones exige un conocimiento íntimo de la cultura y civilización china para explorar sus sutilezas y desgranar sus sentidos metafóricos. Pero el esfuerzo vale la pena. Su incorporación al bagaje propio nos libraría de nuestro unilateralismo armándonos de razones para reivindicar un ecumenismo de nuevo signo.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.

Los otros discursos de Kennedy


  Norman Birnbaum
La visita del presidente Kennedy a Berlín Occidental el 26 de junio de 1963, la entusiasta acogida de las multitudes y su apasionado discurso en el Ayuntamiento son ya legendarios. Allí proclamó que Estados Unidos defendería a la ciudad rodeada. Pero ya en agosto de 1961 Kennedy había comprendido que la construcción del Muro era, para la Unión Soviética y Alemania Oriental, el reconocimiento de la existencia de Berlín Occidental y sus ocupantes aliados. Hubo tensión entre las superpotencias (por el derecho de los aliados a entrar en Berlín Este), pero Jruschov y Kennedy retiraron sus carros de combate de Checkpoint Charlie. Algunos norteamericanos, como el general Clay, que había dirigido en 1948 el puente aéreo de abastecimiento a la ciudad, eran partidarios de derribar el Muro. Kennedy le escuchó con el mismo escepticismo que mostraría cuando los generales y asesores exigieron atacar Cuba durante la crisis de los misiles de noviembre de 1962. En Berlín, varios acuerdos locales sobre transacciones económicas y visitas familiares aliviaron a los habitantes de los dos lados. También se iniciaron los pasos hacia una reconciliación que sería el legado de Willy Brandt, continuado por Schmidt y Kohl.
 En su breve discurso en el Ayuntamiento, Kennedy elogió el valor de los berlineses, denunció el poder comunista en términos muy duros y dijo que había escasas posibilidades de que la situación mejorase. Sus asesores Arthur Schlesinger y Theodore Sorensen, que estaban con él en Berlín, dieron a su siguiente discurso, en la Universidad Libre, un tono muy distinto, con la predicción de que el enfrentamiento entre los bloques sería sustituido por el reconocimiento de la coexistencia como interés común. Kennedy pidió a los ciudadanos de Occidente que, en lugar de malgastar energías en congratularse, promovieran la justicia social y económica en sus sociedades. Habló del movimiento de los derechos civiles y dijo que los “vientos de cambio” soplaban en contra del Telón de Acero: una frase tomada del primer ministro británico Harold Macmillan, que la había utilizado en Sudáfrica en 1960 para pedir el fin del apartheid.
El 10 de junio pronunció en la American University de Washington un discurso en el que atrevió a ir mucho más allá que cualquier otro presidente. Insistió en la humanidad común de las poblaciones de los dos bloques, elogió a la Unión Soviética por sus sacrificios durante la guerra, se declaró dispuesto a colaborar para hacer posible, poco a poco, la coexistencia. Para su consternación, la reacción estadounidense fue tibia. En Rusia, la respuesta fue positiva, y el texto se publicó en la prensa, un hecho extraordinario para la época.Ese segundo discurso de Kennedy en Berlín expresó su visión política más general. En la primavera de 1963 estaba preocupado por la disparidad entre su imagen, muy favorable tanto en Estados Unidos como en el mundo, y unos logros que consideraba mediocres. No le gustaban los triunfalistas que veían la retirada de los misiles soviéticos de Cuba como una victoria sobre el adversario; él pensaba que se había evitado la guerra nuclear por los pelos. En la clase dirigente estadounidense, muchos, incluidos sus propios jefes militares, criticaban abiertamente que no hubiera aprovechado la crisis para expulsar a la URSS de Europa del Este o incluso para acabar con ella. Sabía que a Jrushchov le angustiaba la locura de Mao, dispuesto a asumir el peligro nuclear, y que muchos militares y políticos soviéticos no le perdonaban que dialogara con Estados Unidos. Kennedy temía otra crisis en la que los líderes políticos de las superpotencias no lograran arrebatar a sus generales el control de los acontecimientos. Los estadounidenses estaban aún atrapados en una cultura llena de imágenes de guerra nuclear y creían que ellos (y unos cuantos aliados obedientes) eran los únicos buenos. El presidente pensaba que la situación era aún muy delicada y deseaba contar con la cooperación soviética para fomentar la coexistencia. Pero antes tenía que tranquilizar a su propio país.
Kennedy estaba negociando con Jrushchov a traves de intermediarios extraoficiales. Su asesor científico, el físico Jerome Wiesner, había ido a Moscú para tantear la posibilidad de un acuerdo sobre la limitación de las pruebas nucleares. Tras el discurso del 10 de junio, Kennedy envió a Averell Harriman, que regresó con dicho tratado, que el Senado estadounidense ratificó por amplio margen ese otoño.
Mientras tanto, Estados Unidos se debatía con su más grave problema social. Los afroamericanos del sur exigían acabar con la segregación y que se les reconociera la plena igualdad civil teóricamente concedida desde hacía un siglo, y la sociedad estaba dividida. Al día siguiente de las palabras sobre la guerra fría, en un apasionado discurso televisado, Kennedy declaró que era un problema moral y necesitaba una respuesta moral. El discurso del 11 de junio no estaba planeado como el anterior, sino que fue una respuesta al intento del racista gobernador Wallace de Alabama de impedir que los afroamericanos asistieran a la universidad pública del Estado. En el plazo de unos días, Kennedy arriesgó su presidencia y sus posibilidades de reelección. Desafió el nacionalismo desmesurado y a quienes se beneficiaban de él y se atrevió a enfrentarse a las patologías más profundas del espíritu nacional. Cuando, dos semanas después, en la Universidad Libre de Berlín, pidió a las democrcacias occidentales que aceptaran los riesgos del progreso, era la encarnación de la autenticidad.
La guerra fría no terminó con la unificación de Alemania (profetizada por Kennedy en la Universidad Libre). Ya había perdido mucha intensidad. Sucesivos acuerdos internacionales, algunos tácitos e incluso negados, evitaron los peligros de conflictos involuntarios. Y las poblaciones de los dos bloques rechazaron la nuclearización de la política internacional.
Los choques continuaron. Pero, en 1973, Estados Unidos y la URSS no consintieron que Egipto e Israel les arrastraran a una guerra. Sus intervenciones como superpotencias culminaron en derrotas militares y morales, para Estados Unidos en Vietnam y para la Unión Soviética en Afganistán. La debacle del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia en 1968 se compensó con la brutalidad del apoyo estadounidense al golpe chileno de 1973. La temeridad de las superpotencias al estacionar nuevos misiles nucleares en Europa a finales de los setenta causó malestar en los dos bandos. La agitación hizo más poroso el Telón de Acero. En 1971 se firmaron los acuerdos de Helsinki, que tuvieron las consecuencias imprevistas. El bloque soviético aceptó las cláusulas sobre derechos humanos como algo inocuo. Pocos occidentales comprendieron su importancia: recuerdo a Kissinger dormitando en la reunión. Sin embargo, esas cláusulas fueron la base que dio legitimidad política a los grupos de oposición a las dictaduras en la Europa soviética y estimularon la democratización en Portugal y España.
Todo aquello podía no haber ocurrido. Poca gente lo predijo. Los discursos de Kennedy tuvieron gran trascendencia histórica porque mostraron que muchas cosas que se creían imposibles eran factibles. Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan y Bush padre abordaron las negociaciones con la URSS con normalidad. Los socialdemócratas y demócratas liberales de Alemania, con gran respaldo de la Iglesia protestante, lograron una serie de acuerdos con la República Democrática Alemana y la Unión Soviética. El Vaticano ejerció su propia diplomacia en el Este, con especial repercusión en Hungría y Polonia.
Los discursos de Kennedy de hace 50 años imaginaron la normalización de la política mundial y la eliminación gradual de la posibilidad de un fin apocalíptico para la humanidad. Hace 50 años, cualquier gran error político podía ser fatal. Hoy no son más que errores. Freud dijo que, cuando el psicoanálisis sustituía el sufrimiento neurótico por una infelicidad humana normal, eso era una gran victoria. El deseo de Kennedy de un mundo pacificado, hasta ahora, nos ha aportado una infelicidad normal, pero él se refirió además a algo más profundo. Si eso le costó su vida unos meses después es materia para otra reflexión.
Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

En 1973, 

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